Divagativa

De una narradora, en absoluto omnisciente, y de Alicia.

Alicia no está enfadada con nadie, aunque apenas salga por la calle. Se pone pantalones que le llegan al ombligo porque detesta que la curvatura de su carne sea cóncava y no convexa. Viste camisetas que dejan dos centímetros de piel al descubierto para que nadie intuya su complejo y aprieta la barriga poniéndola dura hasta cuando anda por casa. No puede evitar mirarse en cada espejo como si comprobara que, de momento, no ha explotado.

Sigue comiéndose un cuadradito de chocolate negro por las noches antes de sentarse a leer, pero su dieta está compuesta por vegetales, fruta y legumbres principalmente. Se siente culpable por comer pan y beber vino o cerveza, sobre todo cerveza, porque le hincha la barriga mientras que el vino le quita la pena y hasta la culpa entera. Pero, si Alicia está enfadada consigo no es por eso, sino por estar gorda. Y no es sólo por eso, sino por pensar más de la cuenta.

Alicia siempre está pensando, eso es algo que puede esconderse hasta cierto punto. Alguien le dijo que el sobrepensamiento es propio de una mente creativa y, a veces, sabe sacar partido, aunque sea para divertirse -y no para producir una obra de arte- o para comprender profundamente la realidad más inmediata, aunque no lo confiese ni acierte siempre. El problema es cuando llega la noche y no puede dormirse y se pregunta por qué uno y no lo otro en lugar de nada y entrar en calma. O cuando ni siquiera piensa y, sin embargo, le aterrizan imágenes surrealistas como manecillas de café confundiéndose y derramando su contenido en un vertedero en lugar de hacerlo en la cafetera, que sería lo suyo. Luego, eso sí, se pregunta qué querrá decir eso.

Alicia, a veces, toma pastillas para dormir porque, de no hacerlo, puede quedarse despierta hasta tan tarde que, cuando suena el despertador para ir a trabajar, ni siquiera lo escucha. Y Alicia no vive con ningún otro ser humano que pueda despertarle si eso sucede. Y eso también le dispara el pensamiento. A veces piensa en cuánto tiempo tardarían en encontrar su cadáver en caso de que falleciera un viernes por la tarde. ¿Qué disposición tendrían los objetos de su alrededor si muriera súbitamente? ¿Cómo le gustaría que se viera su casa? ¿Qué libro se dejaría a medias?

Hacía demasiado tiempo que Alicia no tenía amigas ni pareja ni perra. Las personas con las que pasaba la mayor parte del tiempo de socialización era su alumnado. Y pronto acababa el curso.  Nadie más que el trabajo y sus compuestos podía exigirle tanto tiempo diario. Y eso le abrigaba el alma por una razón que llevaba colgando en el cuello. Disfrutaba mucho de las clases porque hablaba, de golpe, con mucha gente de lo que a ella más le gustaba hablar: de la vida, de filosofía.

Alicia no se consideraba una persona infeliz, en absoluto, pero sabía que le faltaba oxitocina. Y, aunque hacía yoga y, a veces corría por la montaña, no perdía ni uno de los tres kilos que aumentó desde la pérdida de Samanta, su perra. Cree que es la propia constitución del vacío que ella dejó. O por culpa del vino, pero puede que también por el queso y por esas cenas con quien no puede ser nombrado en las que comía más y peor de lo que solía comer cuando comía ella consigo misma. También estaba enfadada por eso, por haber querido a quien sólo le interesa ser querido, como Poros, sin Penia alguna.

Como Alicia no se enfadaba con nadie, todo enfado iba hacia sí misma. A menudo, se encontraba bloqueada y desnortada, normalmente en el banco del patio mientras se fumaba un piti como si fuera un intermedio del espectáculo de su vida. En ese momento descubría, a veces, que no tenía ganas de hacer nada de lo que había programado y, en ese momento, solía abrirse una cerveza si era de día, una botella de vino si era de noche, como si eso fuera a darle el empujón que necesitaba para volver a decidir su próximo norte. Y, dependiendo de la tristeza o la rabia o el enfado que contuviera, determinaba el siguiente paso. Alicia es hedonista, en el buen y en el mal sentido otorgado a esa palabra.

Sin embargo, a veces, recordaba la niña que fue y pensaba que, en realidad, aquella pequeña Alicia de cinco, ocho o doce años, estaría orgullosa de una Alicia de treinta y pico que tiene su casa llena de libros, incienso, luces tenues y gatos. Y claro, pensando ahora en eso, leyendo luego un libro, moviéndose sobre la esterilla, planeando el próximo viaje, hablando de la vida y evitando el espejo, es como Alicia se va desenfadando. Porque si una virtud tiene Alicia es la de poner el ojo en lo bello. Y contempla hileras de hormigas recolectoras yendo y viniendo, se empeña en descubrir las figuras que dibujan las grietas de las montañas o se sienta en el sillón de su terraza a contemplar la luna, imaginarse las estrellas y las galaxias y se pregunta por la estructura del universo y se imagina a su planeta flotando, microscópico, en la inmensidad y se ríe, a carcajadas, de su insignificancia cósmica. Y luego, se sienta en su despacho a investigar sobre física y astronomía y se le acelera el corazón y trata de entender alguna teoría como la de las cuerdas y se maravilla ante la melodía microscópica de las partículas elementales que producen algo parecido al sonido afectando a la materia entera, configurándola, desafinando unas veces más y otras menos.

El vitalismo radical invade a Alicia cada vez que se enfrenta a la de cosas que le quedan por aprender y, a veces, uno de sus gatos le trae una mariposa casi tan grande como la palma de su mano. Y, a veces, se la traen intacta y puede observarla de cerca y jugar con ella entre los dedos de sus manos y se maravilla todavía más y piensa en el devenir, en el sentido real que tiene para ella la palabra «avanzar» y en las danzas de apareamiento llevadas a cabo por las distintas especies que habitan la tierra, los océanos y el aire. Y, claro, así hay muchas cosas que se convierten, de repente, en menudencias. Y sus lamentos cotidianos o sobrepensamientos incómodos adquieren la calidad de lo absurdo y se ve capaz de sostener incertidumbres que, si por ella fuera, serían cristalinas. Y se vuelve a la cama a gatas con sus gatos como si fuera una de ellos dispuesta a conquistar al que se atreva a llamar por la puerta. Y llega a la cama sabiendo que nadie llamará y abraza un cojín como si fuera su perra y la imagina roncar. Y deja que las lágrimas salgan, corran y le mojen la cara entera y las sábanas porque sabe que es mejor así. Alicia sabe que reprimir la tristeza sólo aumentará el tamaño del monstruo que la habita y lleva demasiado tiempo, sudor, tinta y esfuerzos invertidos en desintegrarlo para que deje espacio al vacío que cabe sentir lleno de nada. Y se llora entera.

Y, después, piensa en todo aquello que le gustaría que ocupara ese espacio que ya empieza a percibir, no el de su perra, sino el del hueco que sobra, porque a su perra se la queda. Y le pone flores, animales y nombre. Y se duerme, tranquila y esperanzada, sin saber cuánto rato falta para ir a hablar de la otra vida, otra vez.

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