Los estímulos cotidianos a veces pueden conmigo entera. Son cosas demasiado sencillas como para comprender el desencadenamiento de impulsos faltos de cordura y de amor propio que provoca. Son como peldaños diminutos demasiado imperceptibles como para sentir el ascenso hacia la anulación racional. Confieso que no he estado preparada para frenar el secuestro amigdalar que me ha llevado a la decadencia, el pecado y los remordimientos. No es fácil pasear por las calles de tu barrio, es fácil evitarlo. No es fácil soportar tu mirada, tus ojos verdes grisáceo, esas malditas chiribitas gritando en silencio acumuladas al borde de tus pupilas; es más fácil no mirarte. No seré yo quien evite la fantasía mágica de volver a verte para zanjar de una vez por todas nuestra historia alimentando mis ansias de cerrar un ciclo. No es fácil cerrarle la puerta a la imaginación, es fácil creer lo que se desea. Y echarte de menos al otro lado de la cama duele, y más aún cuando me despierto en mitad de la noche dudando de la hueca y vacía realidad, pero es fácil ocupar el colchón entero. Una no sabe, por arte de magia, identificar los escalones que le llevan al secuestro amigdalar. Una sabe, por costumbre, que a veces sucede. La torre del control emocional lleva el mando y la parte racional, sencillamente, desaparece. Puedo haber estado semanalmente asistiendo a terapia, puedo haber hecho una cuerda lista de todo aquello que me ayuda a quererme más a mí que a ti, puedo haber entendido un millón de conceptos, pero cuando la amígdala se pone al mando, no puedo sino estar completamente sometida a su entera voluntad que lleva, por costumbre, tu nombre.
Así que no eres tú, amor, es mi amígdala. Son todas esas ideas fantásticas que asocié a tu cuerpo, a tus ojos, a tu nombre y ese empeño mío por hacerlas realidad. No eres tú, es mi fantasía. No es tu belleza, es mi dependencia. No es tu habilidad para amar, es mi torpeza para quererme. No es tu vida, es la mía. No es tu consistencia, es mi debilidad. No es tu fuerza, son mis heridas. Y si alguna vez, vuelvo a ser incapaz de detectar el escalón que desencadenará el secuestro amigdalar y volviera a llamar a tu puerta, recuerda que no soy yo, es mi amígdala.