Zaida ha amanecido estrangulando a un peluche de lana que, aunque parece carecer de vida, comprende su abrazo y se entrega. Sin salir de la cama, percibe de nuevo el abismo, cada vez más heterogéneo y lleno de soledades camufladas, aunque visibles. Son como piedras o burbujas que deben permanecer completas antes de ser disueltas por el fenómeno de la aceptación.
El abismo se compone de todo aquello que no se dijo, de todo aquello que se vivió en soledad, de todos aquellos momentos en los que una se lo guardó todo para sí. Las piedras son dolores que se negaron a sanar, ausencias tan opacas que volverlas transparentes las haría invisibles, miedos tan valientes que prefirieron el vértigo a la seguridad. El abismo está repleto de necesidades que no han sido satisfechas. Y, entre ellas, una brilla por encima de todas las demás. Y así es como Zaida le encuentra a él y a todo lo que en ella tiene que ver consigo. Más dispuesta que ayer, observa la extraordinaria soledad que ocupa en su vientre la misma piedra y, extrañada, abre las compuertas del mar que presiona repentinamente sus párpados, a punto de reventar, volviéndose dolor. Algo tiene vida propia en sus entrañas y le golpea desde dentro. No puede doler más y no puede hacer que pare. ¿Importará tanto comprender el origen de su soledad como sobrevivir con ella? ¿Será una cosa más efectiva que la otra? ¿Será, acaso, alguna de las dos cosas, posible?
El espejo le devuelve un reflejo mientras desciende al río y casi hasta le guiña un ojo, pero no le invade la alegría. Sabe que, al volver a casa, el abismo la estará esperando, tan abierto, accesible y dispuesto a su entrega. Zaida no tiene claro que caer implique vencer. Ella cree que, de cualquier modo, está vencida. Piensa, con fuerza y seguridad, qué hacer con ese espacio que ocupa un solo nombre y sólo se le ocurren dos opciones que sí dependan de ella. Puede dejarle ahí, donde está, esperando a que otro ataque abismal lo disuelva otro poco, otro día, o hacer el esfuerzo de arrancárselo de su vientre para liberar un sitio en el que camuflar una historia menos sangrienta, menos ambigua, más cuerda y serena. Hace un cálculo del tamaño de piedra que ha conseguido pulir en esta desesperación y no le salen las cuentas. No hay vida para tanta espera si damos por hecho que no le queda otro mundo que el del silencio y, desesperada, busca una tercera opción que le permita no escoger entre lo uno y lo otro, pero agotó todas las posibilidades de intentarlo sólo a medias. No le sirvieron la prudencia, la toma a tierra, la contención ni el estar por el ser. Y ya no puede pertenecer a otro mundo que al de la soledad, al de la nada, al del abismo, porque dejarle afuera, sacarle de sí, dicen, se puede hacer, pero eso no se hace. Tendría que ubicar en su soledad todo lo demás y coserse el estómago para que ahí quedara y nunca más volviera a entrar. Pero eso no se hace. No podría dejar entrar nada que sustituyera ese espacio, no sabría. Si pudiera con eso, podría entonces arrancarse de sí también todo lo demás, pero entonces no habría soledad, estaría hueca, con su abismo haciéndole ojitos.
A la soledad hay que hacerle y reconocerle su mundo. Y no quiere verle desaparecer, y fuera desaparecería porque afuera él se va y eso es algo que sí puede aceptar dejando dentro la tristeza porque es lo que hay. Y se enciende una luz que ciega. Que para lidiar con el abismo de la soledad hay que ver todo lo que en ella habita, aunque duela hasta la saciedad. Negarse a comprender la composición del vacío sólo empeora las cosas. A la soledad hay que hacerle y reconocerle su mundo. Y esa es la misión, para eso fuimos a por los huesos. Para bailar por encima de la soledad. Para combatir la indigencia mental. Va hilando el camino hacia el siguiente hueso, aunque ya ha oscurecido y, aunque sabe que días más tarde no le quedará otra que sacar de sí lo que no puede ni debe hacerse, acoge al tiempo tal y como él se quiera, sin prisas ni resistencias, pero con la claridad de la intención por encima de todo lo demás. Al fin y al cabo, sabe bailar.