Subo las escaleras de dos en dos con la sensación infantil de estar a punto de abrir algún regalo cuando, en realidad, solamente voy a meterme en la cama.
Abro el nórdico y me introduzco hecha una bolita que frota sus patitas para acelerar el proceso de calentamiento corporal cuando tú apareces por el lado izquierdo dejando que el frío penetre, sin contemplaciones, en mi cueva. Aunque vas a tumbarte encima, no sentiré más que mármol posado sobre mi espalda. Apretaré mis labios para asimilar la nueva temperatura y desde allí, entraré en calor a través de un ejercicio casi de consciencia espiritual. Sé que siempre lo consigo a pesar de nuestro invierno.
De alguna manera se mezclan las temperaturas y se produce el mágico equilibrio entre ambos cuerpos, pero algo hace que la fusión sea parcialmente interrumpida. Existe un hueco entre los dos que nos distancia y, mientras trato de comprender su origen, me bajas las bragas. Es el arañazo involuntario que sucede entre tus dedos y mi piel lo que hace que pierda el hilo de mi reflexión existencial y no tú. Y aunque me dejo vencer, vuelve esa maldita voz a perturbarme cuando no se eriza mi piel a pesar del tacto feroz que debería desesperarme. Trato de arder, pero mi cabeza te eclipsa. Que tu eclipse me lleva de cabeza. Que tu cabeza me eclipsa. Que si tu eclipse. Que si mi cabeza.
Desciendo, perpleja, al interior de la caverna para ver cómo mis prisioneras permanecen esperando escuchar el canto de tus sirenas: es una enredadera que conecta cada pieza, la gran maquinaria colmando vacíos que nunca se llenan. Pero, esperando, un fuego se eleva provocando una sombra en la pared que compartimos y destella. Cuesta la vida tratar de resistirse a su poder porque, alguna vez, una de sus mitades gobernó y lo hizo bien… Una de sus mitades gobernó. Lo hizo bien. Gobernó. Bien. Y, aunque a punto estoy de sucumbir a su encanto, agarrarme a la esperanza, como cualquier marinera, y gritar abrazada a mi bandera, ya no puedo. No puedo. Quiero aunque sea para correrme y olvidar, y ni con esas. Que no. No puedo. El duelo persiste mientras debería rendirme a la materia. Era cierto que el sol me arrebató la fantasía y su sentido. Quiero volver al mundo sensible como si nada y no hay remedio. Recuerdo aquel cadáver en tu portal mientras la mano derecha agarra la izquierda para comprobar que lleva desanudada una cadena que antaño dejó cicatriz y, de un brinco, subo encima de ti. Tú sigues haciendo como que follamos mientras yo ando en mis movidas, bailo al compás de una canción que solamente yo escucho y en el zarandeo voy tejiendo el hilo discursivo que me hará libre de ir al encuentro del éxtasi que hormigonea el centro del volcán, que ya está ardiendo y no por ti, sino por mí. Que, aunque al salir de la cueva, he comprendido que no existe la esencia, la verdad o la substancia, permanece en mí la inquietud por todo aquello que es libre, posible, por aquello que no es necesario sino contingente. Y mientras me empujas, no puedo remediar pensar: «¿qué objetivo tendrá tu libertad? ¿El placer o el deseo? ¿sostener el miedo o empujarlo hasta que caiga rodando cuesta abajo camino del desencanto absoluto?¿Qué quieres tú? ¿La paz o la verdad? ¿Puede la verdad llegar a ser, sin guerra previa, paz? ¿Qué quieres? ¿La superficie o la profundidad?» Siempre fui más pez de mar que de pecera, lo sabías y te ha dado igual. Si tú eres capaz de arder así conmigo no imagino que pasaría si no fuese así yo contigo. Y entonces, me das la vuelta. Sin que te enteres, se está librando la clásica batalla entre el cuerpo y el alma entre las sábanas. Y, aunque esté de tu parte, yo no soy suficiente para acallarla, lo consigues tú -sin saberlo- cuando me apartas el pelo para besarme la cara. Tú besándome la cara. Tú besándome. Tú besando. Tú besas. Joder, me besas. Sé que es tan efímero, exclusivo y afortunado este momento que quiero que me quepa todo dentro. Y mientras lo hace, poco a poco, comprendo que esto es lo que hay y, que más allá de esto, poco más, y menos mal. Y así, entra en erupción el volcán.
Llega el trance. La nada reclamando su espacio en el ser. El silencio. El Edén.
Y después, cuando ya no estés, bajaré las escaleras encantada de descorchar una nueva botella de vino tinto, disfrutaré del placer que provocan todos los sonidos causados al abrirla, verter su contenido en una copa de cristal y tragar su mezcla agridulce hasta llegar a mis entrañas haciéndolas bailar y percibir la belleza que esconde cada error. Este polvo equivale al penúltimo tomo de la enciclopedia, ya casi acabamos.
Solamente cuando has captado la realidad sin edulcorantes, encuentras en ella su auténtica dulzura. No eres tú, soy yo que mientras te evades, escudriño tu espejo con mimo sin que te enteres.
Rompo el papel con la fuerza del boli bic cuando capto tu inhóspita presencia, que está también de vuelta, plagada de pareceres que excitan mi inteligencia moviéndola hacia el encuentro de un orden que gobierne, sigiloso, tu apariencia. ¿Qué escondes? Mientras te observo enrollar y desenrollar un mantelito individual, recuerdo que no hay que amar a nadie por algo que una no posee y me regocijo, en silencio, en la conquista personal de todo aquello que admiré en ti. Porque puede que fueras maestro y el vino sea una de las formas de agradecerte el dolor que me llevó al sostén de los principios que, libremente, he adquirido. Pues aunque en la ardua cuesta que separa la caverna de la realidad (no sé si auténtica), sufrí la confusión del náufrago, el enfado del silenciado y la rabia del desterrado, alcancé la superficie gracias a la resistencia. Despertaste el dolor de las heridas que estaban curadas solo a medias, y en vez de apartarme y reconsiderarme, te perseguí. Ya ves, yo también te utilicé a ti. Y fue allí, bajo la luz de la claridad y de la distinción, donde pude observar con evidencia todos aquellos pedazos en los que se había fracturado el alma para saber qué necesitaban los huesos, exactamente, para ser recuperados y cumplir así con su función: la de sostenerme, en cuerpo y en alma; que no son dos, que son uno y a la vez. Que se ponen de acuerdo cuando aceptan la identidad y dejan de discutir y buscan el equilibrio, y que éste sólo adviene cuando una se empeña y se esfuerza por conquistarlo, pues el hábito hace a la virtud y no hay mayor virtud que la del término medio. Que entre la cobardía y la valentía; entre la fantasía y la realidad; entre la cueva y la superficie hay un rinconcito donde se está muy a gustito. Justo en ese espacio al que no llegamos juntos, está el Paraíso al que no nos invitaremos. Y que te irás, no sé si a la cueva o al encuentro del sol, y que mientras tanto, seguiré dotando de significado y de belleza cada segundo del tiempo que me queda, pues el sol ha entrado ya, y para siempre, en mi cueva, sin remedio, miedo, permiso ni ambivalencias.