Divagativa

Humo para llevar

A menudo me sucede que comprendo el origen de todos mis desacuerdos con el mundo oficial a partir de la observación de un detalle nimio, absurdo y cotidiano, por ejemplo, ante una taza de café que tiene una ligera grieta en la comisura del labio. El mundo oficial, sospecho, despreciaría la taza directamente, pero hacer algo así sería como despreciar una cara perfecta simplemente porque existe en ella una pequeña cicatriz.

Lejos del común modo de pensar, me inclino más por percibir la belleza de la imperfección y valorarla incluso por encima de la simetría y la pureza de lo impoluto. Al fin y al cabo, la taza tiene un color reposado entre el verde y el gris absolutamente digno de admiración y, por qué no decirlo, unas paredes gruesas capaces de sostener la grieta pese al intermitente temblor de las manos de quien la agarra. Pero eso es algo que voy hilando en silencio frente a la mirada de quien, observando la taza, esconde su deseo de arrojarla al contenedor de basura dejando que muera en cuanto pase el camión y la triture junto a las sobras de los comensales de todo el barrio y otros desaciertos. Camila, por ejemplo, si viera mi taza, no se cortaría en mostrar su desaprobación haciendo uso de su habitual pragmatismo posmoderno y para quien, además, su honestidad constituiría una prueba de valentía que pocas personas se atreverían a expresar. Por eso, si viene Camila, lo único que tengo que hacer es esconder a la taza. Ella puede, a diferencia de mí, prescindir de la búsqueda de los fundamentos últimos para actuar y aunque confieso que a veces la envidio por eso, yo sugiero que esa honestidad de la que alardearía llevándose mi taza a la basura, consiste, en realidad, en un egoísmo incapaz de amar al prójimo por lo que es, sin forzar un cambio en él que supondría una pérdida del sí mismo que lo hace único e irrepetible. Es como si, en general, interesara más encontrar y vindicar el factor común que nos une que apreciar la armonía existente entre lo que, sin embargo, nos distingue. Para disimular la inadaptación, existe un truco que utilizo cuando, por exceso de soledad o de carga laboral involuntaria, me socializo: la gastronomía. Hablar de cocina es un tema de conversación que ayuda a enmascarar la rareza más incomprendida que me habita pues, aunque podamos defender unos ingredientes contrarios al del interlocutor, hacerlo nunca supondría una falta absoluta de respeto. El día que pueda hablar de esto con alguien sabré que he encontrado a un amigo. Hasta entonces, me resigno a soportar el absurdo de esta, nuestra existencia, deleitándome, por ejemplo, con la percepción subjetiva de la belleza -que no considero que corresponda siempre con “lo adecuado”- y otras insignificancias como la captación de la perfección de los tiempos. Lo primero sucede espontáneamente en tu casa cuando te has dedicado en cuerpo y alma a diseñar los espacios y sus contenidos para tal fin; lo segundo es eso que sucede cuando sabes lo que quieres y lo priorizas sobre lo que sabes que debes, deseas o conviene. El deseo empuja, pero también sacrifica. Y, aunque no se trate de volverse una estoica empedernida, es interesante descubrir su utilidad y su límite (el del estoicismo y también el del poder del deseo). Y mientras me entreno en este control perfecto de los tiempos que me interesan, descubro ensimismada el poder de esa máquina que sirve para dividir el día en horas, minutos y segundos.

Cuando te atreves a llenar la vida de los momentos que te apetecen, sucede la mágica sensación de ser más fuerte que las desgracias temporales que a todos nos aquejan. Y entonces, descubres el sostén que no depende de nadie más que de ti misma. Es un sostén que conviene independientemente del lado en el que te posiciones frente a la vida pero que, sin embargo, nadie cree necesitar hasta que no cae rodando cuesta abajo camino del desencanto absoluto.

Las únicas desgracias que podrían perturbarme ahora que voy encontrando en el autosostén el equilibrio, son las multas de tráfico, los pequeños vaivenes que provoca el vino tinto -ligado a un inconsciente que reprime lo que le conviene hasta que, sin previo aviso, lo manifiesta sin permiso- y la obligatoriedad inexcusable del horario laboral. Pero también, para ello, suelo encontrar los remedios y, curiosamente, también en esto, es el reloj mi fiel amigo. No hace mucho advertí, además, la gracia que tengo para amanecer esperanzada después de cada derrota: por terrible que sea. Hay derrotas que justificarían mi abandono, mi rendición. Sin embargo, con el alba, es como si todo se pusiera en marcha de nuevo y el horizonte de posibilidades quedara intacto a pesar de la última sangrienta batalla. Aunque, a veces, deben pasar dos amaneceres para que reaccione, jamás me doy por vencida. Y puede que sea, al fin y al cabo, precisamente por mi amor hacia lo absurdo y lo cotidiano que, aunque me vaya condenando, poco a poco, a la soledad, esconde un placer que pocos seres humanos pueden estimar.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies