Que yo te vea como si nada aunque vuelva a ser jueves y que, en un abrir y cerrar de ojos, sea otra vez miércoles. Y que así, la serpiente que me habita tenga la oportunidad de encontrar su lugar en mi estómago sin hacerme vomitar. Cada vez sé domarla mejor. Ella sabe qué pinta aquí adentro y yo también, así que ya no volverán aquellos tiempos en los que su revoloteo implicaba la inmediatez de una reacción desprovista de amor propio que alimentaba su poder haciéndola crecer en desmesura. Es una serpiente peculiar, solamente necesitaba que la reconociese y que hiciera algo con ella, después de todo, vive dentro de mí. Si alguna vez fue libre, yo fui su esclava; pero hace más de cuarenta jueves que la reconocí. La primera vez me asusté. Fue como descubrir un monstruo debajo de la cama que llevaba media vida preparando su ataque. Sin embargo, respiré y dejé que el miedo me habitara, que el dolor doliera y que la incomodidad me perturbara arrebatándome el disfraz de un zarpazo. Reconocer que te habita una serpiente que has estado alimentado tú solita no es plato de buen gusto para nadie, pero es el único camino hacia su sumisión. El poder que adquieres cuando has aprendido la doma del reptil ilumina la mirada haciéndote ver con mayor claridad el mundo que te rodea, captando sin edulcorantes una realidad que, aunque a veces sea triste, no te miente. Y aunque, de vez en cuando, se ponga a bailar a las tantas de la mañana, lo único que conseguirá es que baje al sofá a fumarme un cigarro esperando hasta que se canse, pues todo cuerpo tiene su límite. Y aun así, hay días que la serpiente y yo bailamos juntas y, extasiadas del gozo, dormimos abrazadas.
