Pongo cara de mala cuando me veo venir de lejos y ni siquiera son las once de la noche. Una especie de voluntad que me puede me arranca de la silla con la copa de vino en la mano y me lleva al teclado obligándome a escribir algo. Pero, mientras subo las escaleras, pongo voz de Bukowski y recuerdo, a gritos, para que la voluntad esa se entere, su: «no lo hagas, si no te sale de adentro, no lo hagas». Y yo, de escuchar a Bukowski, recupero la rebeldía y estoy dispuesta a escribir aunque no haya sido yo, sino una extraña fuerza extrínseca a mi ser (creo), la que arde por escribir. Escribir, al final, es ponerle palabras a encuentros y azares tan distintos que siempre son nuevos y nunca duran demasiado tiempo, a veces. A veces, hay encuentros y azares que son muy persistentes y no hay quien los disuelva. Ni la voluntad esa que va de madre superiora arrancándote de la silla. A mí me ponen de mala leche. Sí, esas voces que, siendo reales o no, te obligan a ir en una o en otra dirección. Recuerdo que, una vez, alguien me dijo que si obedecía a esas voces no era más que por fidelidad a mis padres. Creo que aquel chico de ojos azules y camiseta de rayas que tenía a Freud encerrado en el armario, también tenía MDMA en el cajón de su mesita. Pero, confieso que, algo de razón, tenía. Por aquel entonces andaba como con un palo metido en el culo. Hubo un día, en el que consciente de la madre superiora que ganaba terreno en mi cabeza, decidí dejarme llevar en un lugar tan seguro como el supermercado. Pues flipé. Descubrí la mermelada de fresa, los tortellini, el queso rayado, los iogures con fruta y la nocilla. Normal que estuviera deprimida, sólo comía plantas y cereales, por fidelidad a quien sabe qué. Es divertido eso de ubicar las voces. A veces, no hace falta ni conocer su origen, de hecho, yo lo recomiendo si no es necesario. Con tal de reconocer qué efecto provoca qué voces, prou. Cuando achanté a la madre superiora del convento, claro, salió la loca de la casa que andaba reprimida desde no sabía cuando. Estaba verdaderamente enfadada. Estaba tan enfadada que quería romper todas las vallas del jardín. Y yo la miraba como miro a mi perra cuando quiere compartir conmigo el plato de pasta…Pobre Samanta, que tiene hambre. Pero el hambre de la india salvaje era desmedurado. Tenía necesidades muy extrañas. Un día me llevó a las profundidades de un río que estaba congelado, que yo tenía a la cuerda diciendo: ¿será necesario? Pues yo que sé, me sentía mal por haberla encerrado durante tanto tiempo. La cuerda se lleva las manos a la cabeza pero me deja hacer. Gracias a ella (a la loca o a la india salvaje) descubrí un bastón muy bonito de guerrera en el fondo del río que aún conservo y que sí, joder, me da fuerza. Una fuerza que disimulo, pero que ejerzo. Otra vez me llevó a escalar tan alto que luego tuvo que venir la cuerda y la madre superiora a rescatarnos. Gracias a aquel encuentro, a la india salvaje se le apaciguaron los humos, pues reconoció que no hubiera sobrevivido sola a aquel indomable ataque. Después vino la resaca y cobró protagonismo la cuerda, que me llevó a terapia. Elena supo hacer que hablara y hablara y hablara hasta que yo misma me diera cuenta de la película que tenía montada. Fue tan doloroso como liberador, la verdad. Yo esperaba algún diagnóstico, no sé, esquizofrenia, pero no. De aquella película tenía que salir yo sola. Bueno yo, y la india salvaje, y la madre superiora, y la cuerda. Sí. Hicimos buen equipo. Tenía un gran equipo que, simplemente, tenía que dirigir, así royo directora de orquesta sinfónica. Ahora hable usted, ahora calle usted, ahora, al unísono, sin parar. La libertad que una conquista cuando escoje la armonía es brutal. Dan ganas de salir a correr y de que alguien te grite, en italiano: – Brava! Porque, sí, eres brava. Cada una sirve y hace muy bien, una cosa. Y esto me lleva a Platón, y a su mito del carro alado en el que afirma la existencia de tres predisposiciones anímicas: la concupiscible, la irascible y la racional. ¿Puede ser que cuadre y todo? Ya decía no sé quién que todo lo que digamos es y será una nota a pie de página de Platón…Veamos, y que nadie tome en serio el mito tal y como yo aquí lo describo -vaya usted a leer a Platón y haga que le atraviese como a mí, él, me atravesó-. Como decía, para Platón el alma es como un carro tirado por dos caballos, uno salvaje e indomable (no sé a quien me recuerda) y otro más moderado y obediente (vaya). Es la lucha de toda la vida que uno tiene entre el querer y el deber, o el «sólo sexo» y el «contruyamos algo juntos», yo que sé. La clásica batalla entre la pasión y la razón; entre el determinismo y la libertad. El caso es que es el áuriga o jinete quien tiene que saber dirigir bien a sus caballos. La movida está en que hay caballos salvajes que son muy, muy, muy salvajes y hacen que él y carro se vayan cuesta abajo camino del desencanto absoluto. La cuerda les desea buen viaje pero informa: a cabalgar se aprende. La misión del carro, según Platón es alcanzar el mundo de las Ideas. Pero a mis caballos y a mí, ya jinete experimentado, no nos interesa en absoluto el mundo de las Ideas. Fuímos una vez que nos salió bien, y bien que nos vimos, pero ya no queremos volver. Es que el mundo de las Ideas vino a decirnos que estábamos un poco flipadas las cuatro. Comprendimos el mensaje. La vuelta al mundo sensible la vivimos como un puto fracaso. Lloramos mucho. Se había deconstruido todo el mundo en el que habitábamos. Pero bueno, al tocar tierra, encontramos los huesos. Y nada, pico y pala hasta que reconstruimos desde el mundo sensible la historia de nuevo teniéndonos las unas a las otras en cuenta, en plan: chicas, esto es lo que hay, y más allá de esto, poco más. Al principio nos sabía a poco, pero con el tiempo…qué paz. Es verdad que nos atormentaban ideas raras del mundo posmoderno: es el patriarcado! ha podido contigo y te ha silenciado! o, sé tú misma, rescata tu atenticidad! Pero es que, encontramos una cueva tan bonita, con unas vistas tan fantásticas, que la magia no ha dejado de existir. Al principio hacíamos asamblea y todo para saber qué decir o qué hacer delante de cada monstruo (lo cual, ya era un adelanto), pero después y con el tiempo, nos hemos convertido como en esas amigas o parejas, en las que no hace falta hablar para saber lo que la otra está pensando. Y nos va bien. En general, fluímos. Tenemos nuestros rituales, eso sí, para conservar la unión que tantos años y hostias nos ha costado afianzar. Son rituales que amamos: higiene matutina, mimos, café con leche de avena (ni demasiado frío ni demasiado caliente), dejamos a la rotenimeier al mando hasta que subimos al coche y la india salvaje pone Radio 3, comemos, paseamos, leemos o descansamos (según el día), hcemos algo de deporte, nos damos un baño con espuma o una ducha (depende del día), nos sentamos en la mesa de madera, preparamos la cena y la comida del día siguiente, descorchamos una botella de vino, abrimos una cerveza o preparamos la infusión para después de cenar (según el día), cenamos, leemos o vemos una peli (depende) con nuestra infu, mimos, preparamos la casa para que la mañana siguiente esté impecable….Y los fines de semana, pues salimos todas o nos turnamos. Al final hemos hecho un buen equipo, nuestro carro funciona (desalado y todo). La india salvaje necesita de vez en cuando bailar y tomarse una copa de vino; la cuerda evita la procrastinación y nos lleva a la mesa de madera a leer a Sartre, Hobbes y Simone de Beauvoir entre otras; y la señorita Rottenmeier (o madre superiora) nos permite seguir pagando las facturas de la cueva. Nada mal. Dolió, pero fue para bien. Yo creo que le digo al chico de camiseta de rayas y ojos azules que esto ha pasado sin MDMA y no se lo cree.
¿Qué diría Bukowski de esto que me acaba de pasar? La india salvaje dice que hagamos la ouija, pero la cuerda y yo estamos de acuerdo en convivir con la incertidumbre y la entretenemos bebiendo vino tinto mientras la madre superiora se está tomando unas merecidas vacaciones.