Los pasos marcaban las cinco de la mañana, el sol ni siquiera había despertado. En la calle, asfalto, ratas y gatas en celo. Se puso a llover. Las calles comenzaron a estar empapadas. Llegué a casa con el alma calada y no solo del agua. Las nubes a penas se atisbaban, pero se derretían sobre el mundo. A borbotones. Como cascadas. Nada en mi cabeza: estrellas y agua. El silencio se había quebrado. El sueño estaba de ante mano, truncado. Hasta las trancas. Podría perderme en ese cielo, podría ganar el cielo. El agua rociaba todo. Y yo era un pedazo de él. Esta era una de las razones por las que valía la pena vivir. Y se hizo el silencio. Fue roto por los pasos, roto por los latidazos. La lluvia quedaba afuera, no tenía más para nadie. Yo volvía a estar conmigo. No era ya de la tormenta, ni de las estrellas. Estaba en mí. Con todo lo que ello implicaba. Botas fuera. Es un placer dejar una en cada escalón. La soledad tiene sus premios. Yo, frente al espejo: ¿qué coño es esto? Dientes, tierra, piedras. Es involuntario. Eso que tengo adentro envuelve cuanto le pertenece y se deja llevar por ella. Es como una ola turbulosamente en calma. Siempre más preguntas que respuestas. Las dicotomías me someten. Ahora frío, antes calor. Tengo la cama para mí entera. Dunas y dunas de algodón. La soledad tiene su precio. Veo el cuenta gotas, marca seis… ¿Hasta cuándo? Y se hizo el amanecer. Fugaz, como todo lo demás.