Odio cuando me mira por encima de sus gafas. Fija sus ojos en mis pupilas, enmudece, no dice nada. Odio su voz, odio su risa. Y odio su pelo y sus manos. Odio que me toque. Tiene un tacto repelente. Le esquivo. Qué distintos deben ser mis ojos cuando le miran. Qué fría debo tener la mirada. No sabe nada de mí. Nunca le hablé de mí. Ni siquiera sabe quién soy. Y debería parecerle arisca, distante, helada. Pero me mira fijamente, no desvía ni un segundo el sentido de sus ojos, directo a mis entrañas, clavado en ellas, como esperando algún tipo de respuesta. Ni siquiera pestañea. Ojalá no fuese él quien me mira así. Cuando aparto la mirada y se da cuenta, habla; como yo no le respondo, sigue hablando. Todo en tal de que no se acabe una conversación que deriva en un monólogo absurdo, estúpido y que a nadie le interesa. Me marcho, déjame. Y vuelvo sola, triste, enfadada. Mirando al suelo, cabizbaja, arrastrando los pies, mojándome entera. Suerte que hay belleza en el mundo. A veces, es lo único que me queda. A veces hay tanta belleza, que me desarma. Me desnuda. Me tumba… A veces, una lágrima cae de mis ojos, y esa lágrima es culpa de la belleza. Le echo de menos… Y esta casa está muy vacía. Ahora mismo me desnudaría y me iría a la playa, hincaría los pies en la arena fría y me revolcaría en ella como se revuelcan los cerdos en el barro. Luego entraría en el mar a sabiendas que esta noche estará enfurecido, sé que, aun así, podríamos entendernos. Nadaría rompiendo todas y cada una de las olas y sentiría que al menos, el agua me acaricia. Haría que ese momento, fuera eterno. Esperaría hasta el amanecer, empachada de sal, para sentirme por una vez satisfecha. Ya no aparto las moscas cuando se posan en mis brazos, les dejo andar entre mis poros porque quiero, que, aunque sea ellas provoquen hormigueo en mi piel. Es absurdo, lo admito. Pero cuando estás desbesada, a veces es la mejor opción: moscas.
Sí, esas que vienen de posar sus patas sobre la mierda.