Divagativa

Rosas negras

 

Cojo la chaqueta de mi abuela y me la pongo por si aún hace frío, meto en el bolsillo la cartera y las llaves. Salgo de casa con destino las oficinas de envío rápido en la calle J.J. Dominech de Valencia. Parece como si fuera a recoger algo importante y dejo que ese parecer simule el ser por el camino. Hace falta bien poco para ver lo maravilloso en lo cotidiano. Y aunque también haga falta bien poco para ver lo siniestro del absurdo del mundo, esta vez no es el caso. Tomo dirección hacia el ciber-café para imprimir la autorización que me dará acceso a la recogida del paquete, me cruzo con el dueño del Bar Malvarrosa que siempre me saluda con aires enverdecidos. Creo que anoche soñé con él. Su perro permanece como siempre atado en la puerta, a la espera de que la niña lo recoja. Tiene cara de aburrido. Le acaricio y juguetea un poco, al menos le entretengo por un momento. A ellos también les hace falta bien poco. Echo de menos a mi perra. Estará tumbada en el sol al lado de su gato. Sigo con mi tarea. Al cruzar el paso de peatones un señor pasa gritando mientras habla por su móvil, alguien le acaba de dar una buena noticia. Tal vez su mejor amigo haya encontrado un buen trabajo. O esté esperando un bebé. Dios mío, un bebé. Pienso en la extinción humana. Imagino las manifestaciones: «¿Qué queremos? ¡La extinción! Y ¿cuándo lo queremos? ¡Ahora! ¡No te reproduzcas, no te reproduzcas!» Era medianamente broma. Y sigo disfrutando. En el escaparate de la carnicería hoy hay todo tipo de quesos. Adoro los quesos y no entiendo a aquellas personas que lo detestan. Me da lástima que no aprecien el sabor del queso, también me pasa lo mismo con la cebolla, la albahaca y el limón exprimido en el té. El queso manchego con denominación de origen está a trece euros el kilo, queso parmesano seco a quince y roquefort a nueve noventa y cinco. Al otro lado una chica de mi edad mira embobada un escaparate de zapatos de tacón. Antes de continuar andando se asegura de que está guapa mirándose en el reflejo del cristal. Me sonrío. Qué bueno está el queso. Antes de entrar en el ciber de la avenida principal del barrio, una niña me pide cuarenta céntimos por décima vez este año para comprar el pan. Vale que mientas para conseguir pasta, pero quédate con mi cara, sé más avispada. Llevo lo justo. Más tarde le daré esos cuarenta céntimos al saxofonista que toca en el paseo marítimo. En el ciber me adjudican el ordenador número dos. Hay seis en total divididos en dos filas. Me siento en el correspondiente, entre dos hombres de mediana edad. El de mi derecha está consultando el correo, el de mi izquierda finge ser alto, delgado y guapo mientras habla con una señorita que finge ser bajita, morena y fogosa. Yo sólo tengo que imprimir un par de documentos: la autorización y los apuntes que resumen el libro de Nietzsche y la filosofía. Los mando a imprimir y apago el ordenador. Me dispongo a sacar la cartera cuando la dependienta emerge un suspiro mientras mira el segundo documento que se está imprimiendo. Me imagino qué va a decir: «¿Filosofía? ¡Oh, por Dios! menudo aburrimiento. ¿Eso para qué sirve?» O tal vez diga: Qué valor tienes niña, porque para leer todo esto, menuda te espera… ¡te vas a volver loca! O puede que diga, Pues yo en el instituto sufrí mucho para aprobar esta asignatura, deberían de extinguirla…No, no se atrevería. Sin embargo, habla, y dice: Yo también leo filosofía, me encanta porque me abre la mente, me ayuda a pensar y a mirar el mundo, y de alguna manera, me completa. Pero aún estoy empezando -advierte-, no sabría hablarte de filosofía. Me deja sorprendida. Mientras disfrutes, no esperes entender ya los textos, vívelos, siéntelos. Le diría. Pero sólo le sonrío y le digo que es un verdadero placer leer filosofía. Me marcho. Cruzo la calle, me sentaré en la parada del autobús y esperaré el 19. Miro la pantalla de información y descubro que todavía quedan seis minutos para que pase. En Londres los autobuses y los metros parecían esperarnos. A mi derecha se sienta una anciana, es hermosa, con todas esas arrugas y esa sonrisa que las desenmaraña. A mi izquierda hay una niña. Canta una canción que versa sobre una serpiente que ha perdido su cola. Es rubia y tiene los ojos verdes, son enormes… El paso del tiempo, Dios mío. Vamos a morir todos. Carpe Diem. Joder, ¿qué quieres? ¿que disfrute de ver ahora una farola, ahora un árbol, ahora una colilla desintegrada en el asfalto, ahora dos niños atizando a otro, ahora un semáforo en rojo? ¿Cómo se prescinde del futuro? ¿Cómo se prescinde del pasado? A base de vino tinto. No me jodas, ¿qué sería de mí sin el vino? Es mi narcótico favorito. Si no, esto no se soporta. Hay quien usa como narcótico la fe en un más allá o se pudre en la resignación. En mi opinión, simplemente hay que estar vivo. No todos lo están. Las calles, los autobuses, los trenes y los metros a veces parecen cementerios de vivos. Hay que sentir. Y pensarse. Y luego pensar lo demás. Y volver a pensarse. Y sentir. Llorar. Reír. Estremecerse. Temblar. Y, obviamente no debemos escapar a percatarnos de nuestra libertad, de nuestro ser arrojados al mundo, y sentir la angustia que ello produce. Pensar que estás ahí porque a ti te da la gana y que siempre, siempre, tienes el comodín de la fuga. ¿De veras estás conforme con esto? Y, por supuesto, no olvidar que, como decía Bukowski, «hay cosas peores que estar solo pero a menudo toma décadas darse cuenta de ello y más a menudo cuando esto ocurre es demasiado tarde y no hay nada peor que un demasiado tarde.” Y sospechar, no dar nada por sabido. El clásico «porque sí», el típico «porque esto es así y punto”, “porque lo digo yo»… Fuera de bromas, me saca de quicio.

Llega el autobús, ahora debo permanecer pendiente para bajarme en la parada adecuada. Me siento donde siempre, en el asiento que se esconde tras la cabina del conductor. Miro por la ventana y escucho la conversación de la pareja que está más próxima a mi asiento: – No olvides que esta semana te toca a ti ir a hacer la compra, bastante cansada me tienes ya con tus estupideces y haz el favor de no equivocarte esta vez con los tomates. Quiero los que son para ensalada, ¿entiendes? Estos hombres, qué estúpidos son…– El hombre permanece callado, y mira por la ventana. Se ha dado cuenta de que, en efecto, hay cosas peores que estar solo y que por desgracia, es demasiado tarde. Detrás de ellos una pareja de turistas de mediana edad miran despagados a través del cristal las famosas instalaciones de la «America’s cup». ¿Qué os pensabais? Al menos no lo habéis pagado vosotros de vuestros bolsillos y sin permiso. Llego a mi parada, me aseguro preguntándole a un señor. En efecto, he llegado. Se abren las puertas, salgo. Paro y miro alrededor. Estoy en la entrada a un parque situado al lado del puerto. Recogeré el paquete y volveré para sentarme en uno de esos bancos y fumarme un cigarro. Cruzo la calle, estoy en el lugar correcto. Busco el número nueve. Doy con él tras dar unos pasos. De camino me venía imaginando un edificio enorme, lleno de duendes con orejas puntiagudas y pegadas al teléfono. Pero es una micro-habitación, ostentada por un ridículo señor con mala leche. Más que un duende, esto parece un ogro. –Vengo a recoger un paquete y aquí traigo la autorización del destinatario-. Mira la autorización y sin decir nada, se levanta y entra a una especie de almacén del que sale a los pocos segundos con una caja de cartón. Sin mirarme a la cara me dice: – firme aquí. Me presta un boli. Firmo. Racatá. Listo. Hasta luego. Silencio. Ya lo tengo. Recuerdo que, en realidad, su contenido no es para tanto, pero ha dejado ya de importarme. Quiero cruzar de nuevo la calle y sentarme en uno de esos bancos. Cuando sale el sol, la gente corre a los parques. Hay un solo banco vacío. Enfrente de otro banco que soporta el culo pesado de tres jóvenes burguesas y clasistas que miran con desapruebo la chaqueta de mi abuela y los pelos deshechos de mi cabeza. Me lio un cigarro. Las observo. Se ve que la rubia se casa, están hablando de qué color debería comprarse el ramo. Matrimonio. Dios mío, qué cosas tan absurdas hace el ser humano para organizar la reproducción y evitar morir solo. Es otro contrato de permanencia. Y ¿qué le voy a hacer yo si me gusta el whisky sin soda y el sexo sin boda? La pobre espera que su novio al convertirse en marido se vuelva responsable, amable, cariñoso y atento, o algo. -Luis se centrará- asegura a sus amigas. A mí no me hables de futuro. Ni de ramos, ni de anillos. Pero si quieres un consejo, yo el ramo lo compraría todo negro. Del color de la sensación que tendrás cuando ya te hayas casado, te hayas ido de luna de miel a las Maldivas, hayas decorado con diseño vuestra casa sin consultar a tu marido, hayas parido a tres niños que irán a colegios privados insípidos, te hayas comprado un todo terreno de alta gama y hayas conseguido la aparente estabilidad emocional y económica; del color que verás las cosas cuando te des cuenta de que todo eso, al fin y al cabo, no te completa. Y que, seguramente tu marido, tenga a otra. La vecina, su secretaria o tu hermana. Entonces recordarás el negro de las rosas que te acompañaron al altar. Tal vez esas cosas sí satisfagan a alguien… Hay quien asegura que su crecimiento personal se limita a estudiar una carrera, encontrar un buen trabajo, casarse, tener hijos y hacer barbacoa los domingos. Vamos a morir todos. Rosas negras. Enciendo mi cigarro, quiero ensordecer los gritos infantiles que salen de las bocas de esas recatadas y «niñas de bien» que tengo enfrente. No deben ser mucho más mayores que yo. A mi derecha hay dos ancianos, juntos, cogidos de la mano. No se dicen nada. Respiran el aire que les rodea y les basta saber que el uno está al lado del otro. Lo han conseguido. No correré yo esa suerte. El miedo a la soledad hace que tomemos ciertas decisiones un tanto absurdas. Termina siendo pura conveniencia, egoísmo puro y duro. Elige estar conmigo, pero no me pidas nada a cambio. Para siempre es mucho tiempo, una noche es poco rato. Se acerca un 19, me marcho a casa. De camino, tropiezo con el escaparate de un bazar. Está plagado de girasoles y yo quiero uno. Salgo del bazar con mi girasol. Ahora voy a cuidarte yo. Menudas pintas debo hacer con este pedazo girasol en brazos. Saco las llaves, abro la cerradura, subimos -el girasol y yo- las escaleras, entro en casa. Voy a trasplantarte en esa bonita maceta, luego te dejaré en la ventana de la habitación. Ahora ya tengo quién me espere. Y tú serás más especial de lo que hasta ahora habías sido. No voy a matarte, no temas. Y se hizo primavera.

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