Había una vez un ojo desorientado por el campo que había perdido su cara. Entre los filos cortantes de la hierba, asomaba otro ojo aún más perdido. Sobrevolando sus pestañas, nubes. Nubes cargadas que amenazan con derramarse cada dos por tres. Las pestañas, asustadas, despistan -en su abrir y cerrar- todavía más al ojo que, desde que perdió su cara, se siente incompleto. A lo lejos se ve una montaña y, si afinas la mirada, hay ciervos, ciervos de todos los tamaños y haceres. Bajo sus patas, hormigas organizadas. Sobrevolando, un sol radiante que invita a la pachorra y, sin embargo, al día siguiente, truena que bramas.
Justo en el cruce que conduce al puente de la entrada, pasando el banco de madera, hay bicicletas. Cada una con sus pedales, su diseño, su color, su época. Y, tras ellas, se encuentran, de cara, dos ojos desubicados. Cada uno con sus crisálidas, sus colores, su laberinto, sus legañas. Se reconocen, pero no pueden hacer mucho sin el resto de las partes en su búsqueda de sentido. En las calles que van atravesando, sin decirse nada pero sabiendo hacia adónde se dirigen, hay cuerdas, percusión y vientos. Hay ritmos, aceras, luces, piedras y grietas. Su percibirse es desacompasado y se cruzan, se rozan, tropiezan.
¿Es una lástima que nunca seamos solo materia?
Al final los ojos ni encuentran su nariz, ni encuentran su boca. Y aunque han indagado en todo el planeta, es posible que una oreja haya cruzado el puente por arriba mientras los ojos atravesaban el río por abajo. En sus caminos, han percibido todos los colores, brisas y mares, se han mojado, se han secado, se han cansado, se han abierto, se han cerrado, secuestrado, arañado, gritado, lamido, tragado y vomitado. Y había ratos en que cruzar una puerta de madera daba acceso al paraíso finito en el que flotabas mientras, dos días después, las nubes pasaban o descargaban.