Hoy me despierto con la nostalgia del vuelo. Ese vuelo que dispara lo más recóndito y auténtico. Estoy allí donde no hace falta convencer, demostrar ni ocultar. Me despierto reconociendo el poder del movimiento en la resolución de todos los tropiezos. Me despierto convencida, segura y más tranquila. Hoy acaricio cada uno de los miedos naturales que me habitan. Me desprendo de todo lo que no dependió nunca de mí y os lo devuelvo, agradecida, porque me ha servido tanto de espejo como de lupa: te veo.
Me entrego a las decisiones que he tomado, tomo y tomaré (que son las mismas que encienden el volcán de las dudas) y sí, creo que estoy entregándome también a sus respectivas renuncias.
Aun así, por momentos vuelve -y volverá- a temblarme el suelo, y por si los movimientos sísmicos no fueran a dejar de ser, busco (reconozco) esa toma a tierra, un agarradero.
Porque sí, joder, a veces el temblor da mucho miedo. Pero también el agarradero. Me respondo que la fuerza siempre estará dentro, en el cuerpo y en los vientos, pero también -y puede que, sobre todo- en el ancla, en la vela y en los puertos.