Minerva anudó los cordones de sus nuevas zapatillas tan fuerte como pudo para no tener que pararse en mitad de su recorrido, miró el reloj y zarpó convencida de no saber qué ruta seguiría.
Giró la esquina de su calle, pueblo adentro, por una acera adoquinada que la expulsaba a golpe de macetas y otros obstáculos, ascendió una cuesta que daba acceso a las cuatro esquinas y escogió la que, muy en el fondo sabía, no debía. Aunque era improbable encontrarle, le encontró hablando con su hermana mientras su sobrino daba patadas a un balón nuevo. Se llevó el balón sin saludar en señal de jugueteo y el niño la siguió calle arriba hasta que los gritos adultos le devolvieron a su punto de origen. Minerva dejó caer el balón para que volviera con su propietario y se adentró en la espesa montaña de la sierra que escondía los primeros almendros en flor.
Salvada por el sudor de su frente, camufló el murmullo de voces internas que amenazaban con devolverla a la locura y siguió ascendiendo como si con ello dejara atrás todo lo que no quería seguir teniendo en cuenta, todo lo que detestaba recordarse a sí misma, todo aquello que aunque fuera verdad, no le convenía saber. Mientras hacía como que no sabía descubría las primeras flores que había venido a buscar para recordar que, a pesar de todo, la belleza permanecía. Y en un ahogo pulmonar se detuvo frente a un sauce llorón que, mecido por el viento, le acarició la cara. Pudo haberse venido abajo, pero no lo hizo. Minerva llevaba un buen tiempo luchando contra lo que sabía que debía desterrar si quería seguir en pie y no iba a dejarse caer por una simple caricia natural, ingenua e involuntaria. Lo más importante era, al fin y al cabo, demostrárselo a sí misma. Así que procuró correr tanto como pudo para conseguir que el dolor físico fuera superior al dolor interno antes de que cayera el sol y cuando llegó el descenso sintió haberlo conseguido y llevar ventaja.
El dominio de sí misma crecía con cada zancada mientras el miedo se hacía cada vez más pequeño e inofensivo. Todos los kilómetros que había subido, ahora los bajaba con la sensación de estar más cerca de conquistar su soledad. El tiempo y el esfuerzo ahora la recompensarían devolviéndole aquella vida que era solamente suya y que no volvería a compartir con ningún ser humano. La sonrisa que se escampaba en su cara iba más en serio que nunca porque intuía la novedad de una estructura que la sostenía con la firmeza propia de quien madura, así que no correría ningún riesgo aunque se lo volviera a encontrar. Esta vez sabría dar la vuelta, girar por la otra esquina, bajar por la otra cuesta y alejarse sin sentir que deja atrás parte de sus tripas; pero, eligió la misma calle.
Sin pensarlo demasiado, entró en su casa como si fuera lo más normal del mundo a pesar de la velocidad a la que empezaba a bombear su corazón y abrió la nevera para beber un poco de agua antes de entrar al baño y encender el calefactor. Se dirigió a la que un día fuera su habitación y tomó prestado un pijama que le quedaba demasiado holgado para ser suyo. De regreso al baño comprobó que seguía sola y se desnudó, encendió el agua caliente y se dio una ducha que le despojó del sudor y atenuó el disfraz. Al salir, secó el agua como si eliminara con ello cualquier atisbo de transparencia y se vistió creyéndose parte de aquel escenario que había robado. El tacto de su nuevo pijama le recordaba la suavidad que debía habitar un hogar y se dejó vencer por la sensación de estar justo donde quería y debía estar. Fue a la cocina con una toalla envolviéndole el pelo y sacó un par de hamburguesas del congelador. Se secó el pelo con un secador que nunca había usado y, para cuando hubo acabado, descubrió una luz que ella no había encendido. Supo que no le quedaba otra que hacer frente al delirio que había improvisado sin ningún propósito concreto y le encontró fingiendo a él, también, que todo era muy normal.
– ¿Vamos a cenar hamburguesa? Porque si quieres, hago patatas.-
Aquella normalidad le devolvió el reflejo de sí misma que no pudo soportar. Minerva, acongojada, sólo supo decir:
– En realidad, me iba ya, no tengo hambre.-
Recogió su ropa de deporte, anudó de nuevo los cordones de sus zapatillas y salió por la puerta de aquella casa sintiendo un dolor informe que la invadía sin dejar un espacio libre. Le faltaba el aire cuando dio el portazo de despedida y descendió por la misma acera adoquinada hasta llegar, ahora sí, a la puerta de su casa.
Giró la llave del refugio, entró directa en su baño, encendió su calefactor, se desnudó, cayeron todas las máscaras, llenó la bañera consigo dentro y mientras el agua ascendía cubriéndole el cuerpo se descubría siendo incapaz de empezar de nuevo. El agotamiento interpretativo le vencía y confesaba no saber cómo vestirse para ser persona. De todas sus cualidades no sabía con cuál debía ni quería quedarse, no sabía distinguir -de entre todas las opciones- entre las convenientes y las perjudiciales, de cada error no sabía cuál era la lección y desconfiaba del criterio que había seguido para llevarla precisamente ahí, donde ahora mismo estaba. Las piernas se volvieron esqueléticas en cada inhalación y con cada exhalación perdía gramos de dolor, se arrancaba la piel con las manos y quería que su nombre desapareciera, pero cuando el agua empezó a volverse fría, el instinto de supervivencia y de bienestar que nunca perdió del todo, la sacaron de la bañera y la llevaron a acurrucarse bajo la toalla más grande que tenía. Abrazando sus rodillas se mecía sentada sobre el suelo y dejaba escapar los últimos suspiros de angustia. Aunque se avergonzaba de su última interpretación, se perdonaba. Y cuando entendió que todo eso era lo que pasaba y que después de todo, no pasaba nada, sonó el timbre.
Sin temblar, Minerva salió a abrir la puerta y se lo encontró de cara con una bandeja de patatas y un par de bolsas cargadas con todo lo necesario para cenar como debe cenarse un viernes por la noche.
– Pasa, anda, pasa.