A menudo he sentido una clara distinción entre el mundo sensible y el «mundo oficial». Sabía que estaban íntimamente relacionados, sin embargo, demasiadas veces lo uno me hacía imposible habitarme en el otro, generando con ello una angustia existencial con la que no sabía cómo lidiar.
La impotencia producida por el querer y el no saber cómo hacerlo me dejaba encerrada en casa e incapacitada para comprometerme con nada. Sin embargo, vivir en el mundo oficial es una obligación diaria. No se nos permite faltar al trabajo ni lidiar con responsabilidades básicas de nuestro día a día a no ser que te caiga un buen diagnóstico por melancolía, depresión o esguince de pie. Estamos condenados a vivir en pleno mundo oficial llevando encima nuestro propio mundo sensible.
Muchas personas nos hemos sentido así, muchas de ellas siguen en plena batalla diariamente, en bucle. Algunas buscan una especie de «salvación», otras creen que el camino debe ser el del autoconocimiento y se inflan a leer libros sobre desarrollo personal, otras estudian en bibliotecas buscando algún tipo de verdad y unos cuantos están seguros de que la verdad es Amor y tratan de vivir en consecuencia.
De todo ello resalto la sensación de vacío que nos lleva al autoengaño en búsqueda de la clave. Y, entretenidas en ello, a menudo sentimos que se nos va la vida.
El vacío existencial, el caos mental, la insatisfacción vital, la melancolía y el absurdo, la búsqueda de identidad personal, los principios del mundo oficial, la censura sensible, la emocional y la racional: da qué pensar. Y eso es, de momento y hasta un siempre indeterminado, lo que reclamo: pensar para sentir(nos) y salir del bucle sin liarla demasiado.
Nietzsche decía que la verdad no es más que una ficción útil para sobrevivir y vivir. Y hoy, yo estoy de acuerdo. Aunque hay realidades que ninguna ficción puede arrebatar. Y eso es algo que debemos tener en cuenta, ¿no?