Un desconocimiento rotundo y completo de la verdad, le relegaba a un estado descorazonadamente desconcertante. Diría no a la asfixiante eternidad, pero confesó que a veces la finitud también le parecía insoportable. El ser sabiendo que de la nada se viene, que hacia la nada se va, que nada se pierde. Sólo quería agarrar la vida y se le escurría de entre las manos. Tenía la curiosa sensación de alejarse más cuanto más se acercaba. Protegía la cabeza con sus manos, para sobrevivir; tapaba los oídos para escuchar el silencio de las sirenas; cerraba sus ojos, para perderse el mundo en pedazos. Se anudaba al mástil del Paradiso perduto para soportar la ausencia de magia. Atrapó en un fogonazo la ráfaga que la dejó desbesada. La guardó en su bolsillo y abrochó los botones. Arrojó el abrigo en una caja de cartón, sacó la ropa de verano y empezó a metamorfosear en cualquiera. Una persona más del mundo absurdo y descuartizado. No tenía que estar preparada para nada. Bailaría para sí y nadie lo vería. No sólo había quedado descartado el más allá sino también la cercanía del más acá. Escucharía canciones, estamparía colores en los lienzos, colores y blancos, colores y negros. Pasearía por la orilla de una playa cualquiera, sólo acariciaría el agua. Qué encantador podía ser todo a pesar de lo jodidamente desencantado que estaba.