Ha vuelto a crecer la angustia en mi barriga. Ha ido invadiendo mi espacio interno hasta volverse insoportable. La intuición me habla de un aviso: cierre de ciclo. Se avecina tormenta y no una cualquiera. Ya no percibo las crisis como obstáculos sino como la resistencia necesaria para alzar el vuelo. Abro la nevera conviviendo con la angustia y me quedo paralizada en el acto cotidiano de escoger la cena, luego, rompo a llorar como un bebé. Salgo de la cocina, subo las escaleras y me tiro sobre la cama para aplastar el llanto contra la sábana bajera. Otra vez, pero distinta. Mientras lloro me abrazo. No estoy sola. Lo percibo. Ángeles observan con ternura mi necesaria caída mientras comprendo la necesidad de aceptar lo que antes no quería. Puede que esta vez la rendición se convierta en libertad, y cuando mis ojos se quedan desahogados y mi corazón satisfecho porque sabe que le he escuchado, tomo la decisión de bajar al río, con este calor, más propio del infierno que del verano. Samanta siempre ha conseguido que tenga dos razones para salir de casa cuando lo necesito. Su razón puede camuflar la mía. Es mi mejor amiga. No pienso demasiado mientras vamos unidas por la correa hasta llegar al agua. Y una vez allí, siento lo que ya sabía: estoy protegida. El río está tranquilo, vacío de humanos y huracanado de mosquitos y golondrinas.
Hago algo nuevo: sentarme dentro, meter mi pelo en el agua, mojarme sin miedo rodeada de peces en un sitio en el que jamás he visto un adulto adentrarse. Aquí estoy yo, cubierta por el agua dulce y rodeada de sonidos naturales mientras el placer de la bajada de temperatura me inunda. Y así es como llega esa sensación invencible: lo tengo todo. Inclino mi cabeza hacia detrás mientras las manos soportan el peso acariciadas por la corriente y mis piernas descansan, mojadas, cruzadas. Las rodillas casi tocan el suelo del fondo del río. Se cierran mis ojos del gusto y percibo, nítido, el canto de los pájaros que están, sobrevolándome, de fiesta. Sentir que lo tengo todo me lleva a la aprehensión del infinito, de la perfección. Aquí no puede pasarme nada malo. Los rayos del sol me acarician las pestañas dibujando formas y, de pronto, siento un picor tirando a cosquilleo en mi rodilla izquierda. El acto reflejo va a matar lo que sea, pero el descubrimiento de una libélula, descansando sobre mi piel, me frena. Se corrobora: este mundo es mágico.
Su cola está rayada de la composición de negro y amarillo. Sus ojos son de un azul indescriptible, enormes, esféricos y, a través de ellos, se puede conectar con el infinito. Sus alas están llenas de rejillas geométricamente perfectas. Cuatro de las incontables rejillas son más gruesas que el resto y se ubican de forma simétrica, una a cada lado superior de cada ala. Se derriten lágrimas de belleza por mis mejillas y ella, es como si estuviera satisfecha de sentirnos, pero se queda. Se queda a regalarme un ratito más su presencia, para que no lo dude: no estoy sola. Nunca lo estaré. Ella colma esa necesidad humana, otro día será una abeja. Hace falta abandonarse para sentir esa rotunda belleza. Sus patas hacen que el cosquilleo se convierta en hormigueo, no puede ser más perfecto. Hace que crea que pueda estar chupándome la mala hierba. Prometo que nos miramos fijamente y, en ese momento, ahí afuera, podría haberse detenido el tiempo y no sería menos mágico que lo que está, ahora mismo, uniéndonos. La libélula desmonta el edificio entero de la búsqueda: se entrega. Me entrego. Somos una, al mismo tiempo. Podría quedarme así la vida entera. Y, entonces, vuela.