UNA DE TUS MARINERAS
Lo que ha hecho mi corazón cuando le ha visto ha sido tan potente que mi cabeza ha tenido que rendirse y al mundo no le ha quedado otra que pararse.
Todavía no comprendo cómo he podido seguir respirando, cómo no han tenido que sacudirme para hacerme volver, arrancar y salir de ahí. No comprendo cómo no se ha bloqueado el punto muerto.
Sin embargo, en contra de todas las deducibles implicaciones físicas del sentimiento, creo que no se me ha notado nada. Creo, incluso, que sonreía.
Joder.
La vida tal vez sea soportar la tensión que habita entre el miedo y las expectativas. Otros, dicen, se anestesian para no seguir viviendo entre tanta guerra. Y lo entiendo, en parte, supongo. Generan expectativas inconmensurables para que permanezcan como sueños en los que seguir soñando y establecen situaciones que eviten todo riesgo para no tener la necesidad de sentir más miedo que el que ya acontece a todos: el dolor interior, la muerte.
Pero en mi caso esa opción no existe. Yo estoy entre la guerra y el suicidio. Y mira que apetecerme la paz, me apetece. A veces, la siento y no me la creo, pero la siento. Y sonrío y respiro y hasta suspiro y digo suave, espontánea y naturalmente: ¡Ah!
Y viene de adentro.
A veces, hasta paseo por delante de mi estantería sintiéndome bonita y ligera con el pelo medio en la cara, medio anudado. Descalza. Huele a incienso y todo está en calma, un mágico orden lo invade todo y mis ojos, orgullosos, se deleitan con el gusto de leer palabras que, además de sonar bien, te suenan de las entrañas. Y me permito disfrutar del placer que me concede leerme desde esa extraña, inaudita y efímera calma.
El adentro es muy complejo en todas partes, pero dentro de las complejidades, las hay algunas que son extraordinarias. Eso no es oficialmente bueno, al revés. Las complejidades extraordinarias son amargas y extrañas. Duelen. Y le suceden a una sin saber muy bien cómo han llegado o, suceden, más bien, tras ignorar la vieja y sabia voz que te advierte antes de tiempo y tú silencias para sucumbir al riesgo que te ofrece un nuevo abismo.
Hay infiernos que saben tanto a cielo que a una le alivia saber que, en el fondo, está en el infierno. Y hay infiernos que jamás de los jamases deben ser un cielo.
Álvaro abrió la puerta, envuelto de vapor y con el trapo sobre su hombro. Metí las cervezas en el congelador y lie un cigarro. Removía las verduras perfectamente laminadas mientras sonreía y se movía arrastrando por el suelo sus sandalias veraniegas. Abríamos marzo de cara al mediterráneo. Tratábamos de ponernos al día, pero en el fondo yo trataba de defenderme de mí misma ante él y su contundente gracia para descorchar huracanes dormidos y hacer, encima, como si nada.
Novedades como siempre, ahora un barco, ahora un vuelo. Ahora, pronto, el verano y nuestro adiós. El nuestro es amor de invierno, de borrachos, de pared, de espaldas. Pero, aun así, deliramos. Mientras él me cuenta que se le está yendo la cabeza hacia el océano yo calculo el grado de deseo que rebelan sus ojos. Y sí, por el brillo sé que es posible que lo haga, es posible que lo compre y se pire. Un carnet más y alcanzará las ciento cincuenta millas. Esa mirada luce una luz distinta.
– Estamos empeñados en movernos en tierra, llevamos treinta años en tierra y no conocemos nada de los océanos y de sus mares. ¿Qué hacemos aquí?
Me miras con los ojos como platos azul intenso y sus rayos van directos al muro que llevo puesto porque te veo venir de lejos. El muro resiste a medias, que es lo que cuenta. Y yo, que soy más de montaña, trato de averiguar por qué estarás diciéndome tú a mí esto. Si no te lo pregunto es porque sé la respuesta y no quiero escucharla para cometer el crimen de la estupidez sobre un velero que me da ganas de vomitar.
Nos quedamos un rato en silencio, observando la implacable masa líquida que nos separa de las islas. Sin hablar, nos imaginamos surcando las olas, mar adentro. Nos miramos y reímos. Sí, lo vemos. Y ante el consentimiento mudo que pactamos rompemos a construir sueños.
– ¿Tú sabes todo lo que veríamos? ¿Todas las costas que rozaríamos? Veinticuatro horas hasta Mallorca, mientras yo duermo tú solo tendrías que observar el punto rojo para garantizar que vamos en buena dirección. Y si algo falla, me despiertas. Yo soy el patrón. Tú eres marinera.
Y lanzas esa mueca que desespera.
Me han robado la inocencia. Aunque jugaré contigo a los barquitos desde tu balcón, no seré marinera. Pero puede que te espere en algún puerto, con algún vestido corto que amenace con desaparecer en un soplido. Puede que saques tu guitarra y cante bajito. Puede que me mires y digas: qué bonito.
Todavía no he iniciado los planes de recuperación de mí misma, pero están al caer y pronto podrá suceder: un sombrero de paja, mis gafas de sol, una mochila colmada, las plantas de los pies endurecidas; y el pelo, seis meses más largo; y el cuerpo, seis meses más fuerte, seis meses más delgado; y la voz, seis meses más abierta, seis meses más despierta.
– ¿Qué punto rojo?
Te levantas de un salto y me lo explicas, aunque yo ya sé que no entenderé una puta mierda porque vas a hablarme de cosas lógicas que cuadran y son racionalmente comprensibles y útiles.
– Es una luz roja que te señala si vas en la dirección correcta o estás a punto de chocarte. Si pasa el tiempo y el punto rojo no se mueve, mala señal. Despiértame.
– No te fíes, Álvaro, no te fíes. Búscate una buena tripulación.
– Va, ¿te rajas? No me jodas.
– ¿Has estado en el Penyagolosa?
– ¿A cuánto está?
– A unos 2.300…
– Digo de kilómetros, desde aquí.
– Ah, yo qué sé.
– (ríes) ¿En serio? ¿Sabes la altitud y no sabes a cuántos kilómetros aproximados estamos de ahí?
– Ya ves, soy más de montaña. Podría arriesgarme, pero podría darte un dato muy disparatado. No lo sé. A una hora de camino.
– Sí es verdad, tú eres más de subir y bajar cuestas. No te van los llanos.
Me pregunto si sabes de lo que estás hablando, te sonrío otorgándote la confianza. Lo sabes.
– Sí, soy más de picos, Alvarito.
– ¿Café?
– Café. Adoro tu café. Adoro la máquina de café.
– ¿Azúcar?
– Ni de coña, ese es un buen café.
– Entonces, ¿no te vienes?
Sonrío, tomo aire y tras mis labios se esconde una lengua mordida.
Decido irme antes de que saques tu guitarra para volver a comprender que tus dedos rasgando las cuerdas me bloquean la garganta. O lo que es lo mismo, abandono para evitar que te tengo pánico, miedo absoluto. La mudanza es una excusa perfecta que esconderá lo que tú ya sabes de sobra. Te doy un abrazo, prometo volver pronto, salgo con mis andares desenfadados pero una fuerza me devuelve al balcón. Aunque quiero besarte te hablo de la última estupidez que cometí sobre ruedas para que te rías un rato antes de que desaparezca para otro siempre indeterminado, te gusta la historia ¿o puede que, en el fondo, quieres que permanezca hasta que se vaya el sol? Porque a ti te gusta la compañía, porque solo ya estás bastante tiempo. Y aunque no te guste cualquier compañía, la mía para ti es una compañía cualquiera. Rara. Una compañía extraña. Que engancha. Pero aún no sabemos por qué.
Y entonces cometes el crimen de enseñarme tu álbum de fotos familiar.
Yo no iré en tu barco y tú lo agradecerás susurrando sin descartar la posibilidad de la alineación estelar que hará de nuestras temidas sospechas auténticas realidades.
Las eternidades así son efímeras porque si no lo fueran, no serían tan eternas.